Bien es sabido que los originales y los excéntricos se crían solos. No hubo época sin ellos y tampoco faltan en la nuestra. Ellos son los que enuncian hipótesis contrarias al sentido común y a la opinión general. Un tal Catodio Mattrass, filósofo de estar por casa y fanático por naturaleza, fundó la escuela de los llamados cibernófilos, que proclamaba la doctrina de la cibernética. Según ella, la humanidad fue producida por el Creador para fines parecidos a los que desempeña el andamio de una casa en construcción: los de medio, instrumento y ayuda en la creación de electrocerebros, más perfectos que los humanos. La secta de Mattrass consideraba que, una vez creados aquéllos, la existencia del género humano sería un simple malentendido. La escuela instituyó una orden de contemplación eléctrica y, en la medida de lo posible, protegía y daba asilo a los robots que tenían algo sobre la conciencia. El mismo Catodio Mattrass, no satisfecho del éxito de sus actividades, resolvió dar un paso radical hacia la liberación total de los robots del yugo humano. Con vistas a ello, después de consultar a los juristas más eminentes, compró una astronave y se dirigió a la nebulosa de Cáncer, relativamente poco alejada. Allí, en aquellas regiones vacías, sólo visitadas por el polvo cósmico, se dedicó a unas empresas secretas prolongando mucho su ausencia, durante la cual estalló el increíble asunto de sus sucesores.
El día 29 de agosto todos los periódicos trajeron una noticia misteriosa: «PASTA POLKOS VI/221 informa: en la Nebulosa de Cáncer fue descubierto un objeto de dimensiones 520 millas por 80 millas por 37 millas. El objeto efectúa movimientos parecidos a los de natación estilo clásico. Prosiguen investigaciones.» Las ediciones de la tarde aclararon que la nave Patrullera de la policía cósmica advirtió a la distancia de seis semanas luz a «un hombre en la nebulosa». Observado más de cerca, el llamado «hombre» resultó ser un gigante de varias millas de estatura, provisto de tronco, cabeza, brazos y piernas, que se movía en medio de una nube de polvo de poca densidad; al advertir la nave policial, la saludó con un gesto de la mano y se volvió de espaldas.
Una vez establecido (sin dificultad) el contacto por radio, manifestó a coro que era el ex Catodio Mattrass, que, llegado dos años atrás a aquel lugar escogido, se transformó, usando en parte materiales locales, en robots, y que pensaba seguir multiplicándose, sin prisas pero con constancia, porque le gustaba hacerlo. Terminó pidiendo que no se le molestara más.
El jefe de la patrulla no insistió, fingiendo que daba por buena la explicación de los hechos, pero escondió su cohete tras una nube de meteoritos que acertó a pasar por allí y esperó. Al cabo de un tiempo advirtió que el gigantesco seudohombre empezó a dividirse poco a poco en pequeños trozos, no mayores que las dimensiones normales de los individuos de raza humana. Estos fragmentos se reunían luego en una bola; semejante a un planeta de tamaño reducido.
Emergiendo entonces súbitamente de su escondrijo, el comandante interpeló por radio al supuesto Mattrass, preguntándole qué significaba aquella metamorfosis esférica, y quién era, concretamente, su interlocutor: ¿robot u hombre?
El requerido contestó que tomaba las formas que se le antojaban, y que no era robot puesto que fue concebido por un hombre, ni tampoco hombre, puesto que se había
metamorfoseado en robots. Añadió que se negaba rotundamente a prolongar el diálogo. El asunto, comentado profusamente por la prensa, degeneró lentamente en un escándalo, ya que las naves en ruta por las regiones de Cáncer captaban fragmentos de discursos radiados por el llamado Mattrass, en los que éste se nombraba a sí mismo «Catodio Primero A». Según se podía entender, Catodio Primero A, alias Mattrass, se dirigía a unos oyentes (¿otros robots?), como si fueran pedazos de su propia persona, más o menos como si alguien hablara a sus pies o a sus manos. Los demenciales rumores acerca de Catodio Primero A sugerían que se trataba de un feudo instituido y poblado por Mattrass. El Departamento de Estado dio la orden de investigar inmediatamente y al detalle cuál era el aspecto real de la cuestión. Las patrullas encargadas de la misión informaron que en la nebulosa se movía tan pronto una esfera metálica, como un ser humanoide de quinientas millas de envergadura, que conversaba consigo mismo sobre múltiples temas. Preguntado por su nacionalidad, daba unas
respuestas esquivas.
Las autoridades tomaron la decisión de cortar por lo sano y poner fin a las maquinaciones del usurpador, pero, puesto que la acción iba a ser oficial (forzosa e inevitablemente), era necesario darle un nombre. Y aquí se presentaron los primeros escollos. El decreto-ley de Mac Flacon constituía un anexo al código de procedimiento civil, referente a los bienes muebles. En efecto, los cerebros electrónicos son considerados como muebles, aunque no tengan patas. En cambio aquel insólito cuerpo en la nebulosa tenía dimensiones de un planetoide, y los cuerpos celestes, a pesar de que se muevan, se incluyen entre los inmuebles. Había que zanjar la cuestión de si era posible arrestar a un planeta, segundo, si se podía tomar por planeta a un amasijo de robots y, finalmente, si todo aquello era un solo robot o una multitud de ellos. Así las cosas, se personó ante las autoridades el consejero jurídico de Mattrass, presentándoles un escrito de su cliente, en el cual éste manifestaba que estaba
preparando una expedición a la Nebulosa de Cáncer para transformarse allí en robots.
La primera interpretación del hecho, propuesta por la Sección Jurídica del Departamento de Estado, fue la siguiente: Mattrass, al desmembrarse en robots, aniquiló automáticamente su organismo vivo, cometiendo, por tanto, suicidio, hecho no implicado
en el código penal. En cambio el (o los) robots que eran su continuación, fueron
producidos por él mismo, ergo le pertenecían en propiedad. Visto que Mattrass no había
dejado herederos, sus propiedades debían pasar a la Tesorería del Estado. Basándose
en este enunciado, el Departamento de Estado envió a la Nebulosa a un interventor oficial
con la orden de embargar y sellar todo lo que encontrara en ella.
El abogado de Mattrass apeló, arguyendo que el reconocimiento, en el texto de la
enunciación, del hecho de la continuación de su cliente excluía el suicidio, puesto que
quien es continuado existe, y quien existe, no cometió el suicidio. Por lo tanto, no había
ningunos «robots pertenecientes a Mattrass», sino Catodio Mattrass tan sólo, que se
había transformado según le apetecía. Ninguna metamorfosis corporal es, ni puede serlo,
castigable: tampoco era licito el embargo judicial de una parte del cuerpo de quien fuera,
sean dientes de oro, o robots.
El Departamento de Estado se negó a admitir este enfoque de la cuestión, aduciendo
que, en base a él, un individuo vivo, en este caso el hombre, podía componerse de piezas
tan indiscutiblemente desprovistas de vida como lo son los robots. Acto seguido, el
abogado de Mattrass presentó a las autoridades una peritación del grupo de los más
eminentes físicos de Harvard, quienes afirmaban al unísono que todos los organismos
vivos, entre ellos el humano, estaban construidos de partículas atómicas, y que éstas, sin
lugar a dudas, no podían ser consideradas como vivientes.
Viendo que el problema empezaba a adquirir un cariz inquietante, el Departamento de
Estado renunció a atacar a «Mattrass y sucesores» desde el lado físico-biológico, y volvió
al texto inicial, cambiando la palabra «continuación» por «producto». El abogado no tardó
en replicar con una nueva declaración de Mattrass, en la cual este último informaba que
los llamados robots eran en realidad sus hijos. El Departamento de Estado exigió la
exhibición del acta de adopción: fue una maniobra hábil, ya que las leyes no preveían el
prohijamiento de robots. El abogado de Mattrass explicó rápidamente que no se trataba
de adopción, sino de paternidad verdadera. El Departamento dictaminó que, según los
reglamentos vigentes, los hijos debían poseer un padre y una madre. El abogado,
preparado para esta eventualidad, adjuntó a las actas de la causa un escrito de la
ingeniero electrónico Melania Fortinbrass, declarando que la venida al mundo de las
personas en cuestión ocurrió durante su estrecha colaboración con Mattrass.
El Departamento de Estado puso en entredicho la naturaleza de aquella colaboración
por estar desprovista de «rasgos naturales de procreación». En el caso mencionado -
manifestaba el exposé gubernamental- sólo se podía hablar de la paternidad,
eventualmente maternidad, en el sentido metafórico puesto que se trataba de una
procreación espiritual, mientras que la legislación exigía, para que las leyes concernientes
a la familia pudieran ser aplicables, la paternidad corporal.
El abogado de Mattrass pidió que se le explicara en qué consistía la diferencia entre la
paternidad espiritual y la corporal, y preguntó en qué se basaba el Departamento de
Estado al considerar que los frutos de la unión de Catodio Mattrass y Melania Fortinbrass
carecían del carácter físico de infantes.
El Departamento contestó que la participación de fuerzas espirituales en la procreación
conforme a la letra de ley familiar era insignificante, perteneciendo la preponderancia la
actividad física, o sea, lo contrario del caso en cuestión.
El abogado contrarrestó la objeción produciendo un certificado de los peritos parteros
cibernéticos, que demostraba cuántas fatigas (en el sentido físico de la palabra) tuvieron
que soportar Catodio y Melanla para traer al mundo su autógena descendencia.
Finalmente el Departamento se vio obligado a prescindir del respeto al decoro público.
Dando un paso drástico, manifestó que las actividades progenitoras que deben preceder
al modo de causa-efecto la aparición de los hijos, se diferenciaban esencialmente de la
programación de los robots.
El abogado sólo esperaba esto: sostuvo que en cierto sentido los hijos también eran
programados por los padres durante las operaciones preparatorias e iniciales, y exigió
que el Departamento definiera con exactitud cómo, según su criterio, había que concebir a
los hijos para que fuera compatible con la letra de la ley.
El Departamento convocó a los especialistas y preparó con su ayuda una contestación
exhaustiva, ilustrada con láminas en color y mapas topográficos. Sin embargo, como el
autor de este Libro Rosado era un anciano de ochenta y nueve años de edad, el profesor
Truppledrack, senior de la ginecología americana, el abogado hizo inmediatamente
reservas en cuanto a su competencia en materia de operaciones preparatorias e iniciales
de la paternidad, aduciendo el hecho de que la edad, tan avanzada, del profesor, le habría
hecho olvidar ciertos detalles esenciales para la causa, obligándole a recurrir a los
rumores y relatos de terceras personas.
El Departamento se resolvió entonces a apuntalar el Libro Rosado con declaraciones
juradas de numerosos padres y madres, pero resultó que sus exposiciones contenían
diferencias bastante notables. Varios elementos de las fases iniciales discrepaban
notoriamente de los otros en muchos puntos. El Departamento, viendo cómo la
imprecisión funesta empezaba a embrollar aquel problema clave, quiso agarrarse al
material de construcción de los llamados «hijos» de Mattrass y Fortinbrass; pero justo
entonces corrió la noticia de que Mattrass había hecho un pedido de 450.000 toneladas
de ternera (como se aclaró más tarde era una noticia falsa difundida por el abogado) a la
Corned Beef Company, y el subsecretario de estado renunció al instante a las medidas
proyectadas.
En vez de hacer esto, el Departamento, obedeciendo a una desafortunada sugerencia
del profesor de teología, superintendente Speritus, se apoyó en la Biblia. Fue un paso
muy imprudente: el abogado de Mattrass paró el golpe con un largo memorial,
demostrando en base a citas que Dios había programado a Eva a partir de una sola pieza,
procediendo, respecto a los métodos empleados habitualmente por los hombres, de
manera extravagante, lo que no le impidió crear un ser humano, ya que nadie que esté en
sus cabales tomaría a Eva por un robot. En contestación, el Departamento preparó una
acusación contra Mattrass y sucesores por un hecho que infringía la ley Mac Flacon y
Otros: el de entrar en posesión (como robot o robots) de un cuerpo sideral, siendo que la
legislación prohibía a las máquinas pensantes ser propietarios de un planeta o cualquier
bien inmueble.
Esta vez el abogado exhibió ante el Tribunal Supremo la copia de todas las actas
dirigidas por el Departamento contra Mattrass en conjunto, subrayando que, primero: al
confrontar ciertos párrafos de los escritos resultaba que, según el Departamento de
Estado, Mattrass era su propio padre e hijo a la vez y al mismo tiempo constituía un
cuerpo celeste; segundo: acusó al Departamento de interpretar el decreto de Mac Flacon
de manera no coincidente con la ley. Con una arbitrariedad total, el cuerpo de una
persona, o sea el del ciudadano Catodio Mattrass, había sido reconocido como un
planeta. El enunciado -añadió el abogado- estaba en un absurdo jurídico, lógico y
semántico. Así empezaron las cosas. La prensa dejó de lado otros temas, escribiendo
profusamente sobre «Estado-planeta-padre-hijo». Las autoridades intentaron nuevos
procedimientos, todos torpedeados en ciernes por el infatigable abogado de Mattrass.
El Departamento de Estado se daba perfecta cuenta de que si el malicioso Mattrass
pululaba, multiplicado, en la Nebulosa de Cáncer, no era para divertirse. Lo que buscaba
era crear un precedente no previsto por la ley. La impunidad de sus intrigas constituía el
peligro de unas consecuencias incalculables en el futuro. Por tanto, los mejores
especialistas pasaban días y noches cavilando sobre las actas y concibiendo
construcciones jurídicas cada vez más arriesgadas, en cuya maraña debía finalmente
prenderse Mattrass y su hazaña desleal. Sin embargo, cada acción era contrarrestada
inmediatamente por la contramedida del consejero jurídico de Mattrass. Yo mismo seguía
con vivo interés el transcurso de aquella lucha, cuando recibí inesperadamente de la
Asociación de Abogados la invitación a una asamblea plenaria, especial, dedicada a la
problemática de la interpretación del «Casus» Estados Unidos versus Catodio Mattrass,
vel Catodio Primero A, vel frutos de la unión Mattrass et Fortinbrass, vel planeta en la
Nebulosa de Cáncer».
No dejé, naturalmente, de dirigirme a la hora y fecha previstas al lugar indicado; la sala
ya estaba llena hasta los topes. La flor de la magistratura colmaba los enormes palcos, las
galerías y las filas de butacas de la platea. Como llegué con un poco de retraso, los
debates habían empezado. Me senté en una butaca libre de la última fila y me dispuse a
escuchar las palabras de un orador de pelo blanco.
-¡Honorables colegas! -dijo levantando los brazos con énfasis-. Somos conscientes de
las dificultades inauditas que encontraremos al proceder a un análisis jurídico del
problema. Un tal Mattrass, ayudado por una tal Fortinbrass, se transformó en robots,
aumentándose al mismo tiempo en la escala de uno a un millón. Este es el aspecto de la
cuestión desde el punto de vista de un profano, profundamente ignorante e ingenuo al
extremo, incapaz de advertir el abismo de problemas legales que se abre ante nuestros
atónitos ojos. Nuestra primera tarea es la de discernir con quién tratamos: ¿un hombre, un
robot, un estado, un planeta, unos hijos, una banda de conspiradores, un mitin
contestatario, o una sublevación? ¡Hemos de darnos cuenta de la importancia de nuestra
decisión! Si determinamos por ejemplo, que no se trata de un estado sino de un
agrupamiento impostor de robots, una especie de agolpamiento eléctrico, entonces en
este caso no serán aplicadas las normas del derecho internacional, sino las
prescripciones referentes a la perturbación del orden en la vía pública. Si decimos que
Mattrass no dejó de existir a pesar de haberse multiplicado y que tiene hijos, resultará que
ese individuo se dio a luz a sí mismo, lo que proporcionaría grandes quebraderos de
cabeza a la legislación, ya que nuestras leyes no prevén esta clase de situaciones, y sin
embargo, ¡nullum crimen sine lege! En vista de esto, ¡propongo que el primero en tomar la
palabra sea el insigne especialista en derecho internacional, profesor Pingerling.
El venerable profesor subió al podio, saludado por los cálidos aplausos de la
concurrencia.
-¡Señores! -dijo con voz senil, pero vigorosa-. Pensemos, para empezar, cómo se funda
un estado. Se lo funda. por supuesto, de diversas maneras: nuestra patria, por ejemplo,
era antaño una colonia inglesa, luego se proclamó independiente y se constituyó en
estado. ¿Fue éste el caso de Mattrass? He aquí la contestación: si Mattrass, al
transformarse en robots, tenía la mente sana, su estado constitucional puede
considerarse legalmente habido, definiendo supletoriamente su nacionalidad como
eléctrica. En cambio, si no estaba en sus cabales, ¡su acto no disfrutaría del
reconocimiento legal!
En medio de la sala se incorporó de un salto un anciano de edad todavía más provecta
que la del orador y exclamó:
-¡Señoría, perdón, señores! Me permito observar que aunque Mattrass fuera un creador
de estado demente, sus descendientes pueden estar en su sano juicio; por ende, el
estado cuya existencia tenía al principio el carácter de un síntoma morboso por ser
producto de una locura privada, empezó a existir luego públicamente de facto por el mero
hecho de la aceptación por sus ciudadanos eléctricos de la situación creada. Y puesto
que nadie puede prohibir a los ciudadanos de un estado, de cuyo sistema legislativo ellos
mismos se encargan, el acatamiento a la autoridad, por más demente que fuera (la
historia nos enseña que no sería éste el primer caso), ¡la existencia del estado
Mattrassiano de facto implica su existencia de iure!
-Usted perdonará, respetable antagonista -dijo el profesor Pingerling-, pero Mattrass
era un ciudadano nuestro y, por eso...
-¿Y qué más da? -gritó el impetuoso anciano desde su asiento-. ¡Podemos reconocer
el acto estatal de Mattrass o no reconocerlo! Si aceptamos el hecho de la creación de un
estado soberano, nuestras pretensiones están fuera de lugar. Si no lo aceptamos, se nos
presenta una alternativa: ¿tiene Mattrass la capacidad legal, o no la tiene? En el caso
negativo, todo el problema incumbe a los barrenderos de la Organización de Limpieza
Cósmica, ya que en la Nebulosa de Cáncer sólo se encuentran montones de chatarra y
nuestra asamblea está perdiendo el tiempo. Si admitimos que la tiene, aparece una nueva
cuestión. La legislación Cósmica prevé la posibilidad de arresto, o sea, de la privación de
libertad de la persona jurídica y física, en un planeta o a bordo de una nave. Mattrass no
se encuentra a bordo de una nave, más bien en un planeta. Hace falta, pues, pedir su
extradición, pero ¿a quién se la pedimos? Además, el planeta en el cual se halla es él
mismo. Por consiguiente, en aquel lugar, desde el único punto de vista que nos interesa,
la Majestad de la ley constituye un vacío, una especie de la nada jurídica. Pues bien: ni
las prescripciones del orden, ni el derecho penal, ni el administrativo, ni el internacional se
ocupan de nada. Por lo tanto, el enunciado del honorable profesor Pingerling no puede
esclarecer el problema, ¡porque el problema no existe!
El anciano se sentó, dejando boquiabierta a la alta asamblea.
Durante las siguientes seis horas escuché a unos veinte oradores que demostraron
sucesivamente, de manera lógicamente exacta e incontestable, tanto que Mattrass
existía, como que no existía; que había fundado un estado de robots, o bien un organismo
compuesto de ellos; que Mattrass debía ser convertido en chatarra por haber infringido
toda una serie de leyes; que no había infringido ninguna; la teoría del abogado de Estado
Wurpl, según la cual Mattrass era a veces planeta y a veces robot, o bien ni una cosa ni
otra, que debía, por conciliadora, dar satisfacción a todo el mundo, provocó la ira general
y no encontró ningún partidario salvo su autor. Sin embargo, todo esto era poca cosa
comparado con el curso ulterior de las deliberaciones, ya que el ayudante mayor de
cátedra, Milger, demostró que Mattrass, transformándose en robots, había multiplicado su
personalidad, llevándola al número de trescientos mil, más o menos; puesto que ni por
asomo se podía pretender que esta muchedumbre representara una agrupación de
personas distintas, siendo de hecho la misma y la única individualidad, repetida
innumerable veces, Mattrass era un solo hombre bajo trescientos mil ejemplares.
Aquí el juez Wubblehorn manifestó que el problema había sido debatido desde el
principio bajo un enfoque falso: admitiendo que Mattrass era un hombre que se
transformó en robots, aquellos robots no eran él, sino otro; visto que era otro, había que
investigar quién era el otro; no siendo un hombre, no eran nadie; no existía, pues, no sólo
el problema jurídico, sino ni siquiera el físico, ya que en la Nebulosa de Cáncer no había,
sencillamente, nadie. La atmósfera de la sala se volvió tumultuosa: sufrí varios golpes a
manos de unos partidarios de tesis diferentes. El servicio de orden y de sanidad estaba
desbordado por el trabajo, cuando en la sala se dejaron oír de repente unas voces airadas
que pretendían que se encontraran entre los presentes unos cerebros eléctricos
disfrazados de juristas. La gente gritaba que se los debía expulsar inmediatamente,
porque nadie podía dudar de su parcialidad, y porque no tenían derecho a asistir a las
deliberaciones. En efecto, el presidente, profesor Hurtledrops, se puso a circular por la
sala con una pequeña brújula en la mano, y cuando la aguja se estremecía y apuntaba a
uno de los presentes, atraída por la hojalata escondida bajo el traje, el individuo era
desenmascarado y echado a cajas destempladas. Gracias a este procedimiento, la sala
se vació a medias durante los incesantes discursos de los profesores Fitts, Pitts y
Clabenti, e incluso a este último se le interrumpió en mitad de una frase, ya que la brújula
descubrió su origen eléctrico. Tras una corta pausa que aprovechamos para tomar un
refrigerio en el bar en medio de la algarabía de ininterrumpidas discusiones, cuando volví
al aula sujetándome la ropa con las manos porque los exaltados juristas me habían
arrancado todos los botones en el fuego de la polémica, vi junto al podio un gran aparato
de Rayos X. Estaba hablando el famoso abogado Plussex, según cuya opinión Mattrass
era un fenómeno cósmico fortuito, cuando se me acercó el presidente con ceño fruncido y
la aguja peligrosamente saltarina en la mano. Mientras los servidores del orden me asían
ya por el cuello de la chaqueta, saqué de los bolsillos mi cortaplumas, un abrelatas y un
huevo de metal perforado para hacer el té y dejé de influir en la brújula. Calmada la aguja,
se me permitió seguir asistiendo a la reunión. Desalojados cuarenta y tres robots más,
mientras el subprofesor Buttenham nos relevaba que Mattrass podía ser conceptuado
como una especie de agolpamiento cósmico (recordé que esto ya se había mencionado,
por lo visto a los juristas se les empezaba a agotar la inventiva), volvió a funcionar el
control. Esta vez el método de comprobación consistió en llevar a los presentes ante el
aparato de Roentgen y hacerles radioscopías: resultó que la mayoría ocultaba bajo sus
impecables ternos piezas de plástico, corindón, nylon, cristal e incluso paja. Al parecer, en
una de las últimas filas se había descubierto a una persona hecha de lana de hacer
media. Cuando el orador de turno bajó de la tarima, me vi solo como una estaca en la
enorme sala vacía. El orador fue comprobado y echado fuera sin ambages. Entonces, el
presidente, el único hombre que quedaba conmigo en aquel lugar, se acercó a mi butaca.
Ni yo mismo sé cómo ni por qué, le quité de la mano la brújula. La aguja vibró, acusadora,
y se orientó hacia él. Le golpeé con el dedo la barriga: resonó como un tonel de hierro.
Por puro reflejo le así del cuello, lo puse puertas afuera y me quedé sin compañía.
Contemplé, solitario, centenares de carteras abandonadas, gruesas carpetas de actas,
sombreros hongo, bastones, libros encuadernados en piel y chanclos. Di unas vueltas por
aquella sala y viendo que allí no había nada que hacer, recogí mis cosas y me marché a
casa.
V - Tragedia Lavadoriana (fragmento)
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